21.2.08

La Mataviejitas, juzgada... por su padre

Esta entrevista apareciò el domingo 17 defebrero en "El Universal"

EPASOYUCAN, Hgo.— Trinidad Barraza Ávila lleva y trae a sus chivas y borregos a pastar por los montes de este municipio todos los días. El “ganado” parece subir y bajar de los cerros por sí solo, aunque ciertamente bajo el mando a distancia de Trinidad, quien monta un asno y lo acompañan sus perros.

En su vida ha tenido igualmente decenas de mujeres. Tantas que ya perdió la cuenta, al igual que el número total de su descendencia. De la mayoría de ellas ya no se acuerda y tampoco conoció a muchos de sus hijos. “Unos 32”, se esfuerza en recordar.

Una de sus hijas es Juana Barraza Samperio, La Mataviejitas, quien hace dos años, el 25 de enero de 2006, fue detenida tras estrangular con un estetoscopio a su última víctima, Ana María de los Reyes Alfaro, de 82 años, y hoy espera sentencia del juez 67 Penal por 27 averiguaciones previas, de las cuales 17 son por homicidios de personas de la tercera edad.

La Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal espera que la defensa entregue sus conclusiones y que el juez le dé una sentencia mínima de 360 años y máxima de 922 para esta mujer cuyo modus operandi era ofrecer a las ancianas la tarjeta de despensa “Sí Vale” y después de ganarse su confianza las asesinaba o robaba.

Trinidad Barraza Ávila vio por última vez a su hija cuando estaba recién nacida y volvió a saber de ella cuando los medios de comunicación la dieron a conocer como La Mataviejitas y a él lo buscaron los reporteros hasta en los terrenos donde comen sus animales, inclusive con ayuda de helicópteros.

En medio de las milpas semiáridas, delimitadas por magueyes, don Trinidad se toma su tiempo para rememorar que en 1945 conoció a una prostituta adolescente llamada Justa Samperio, de 13 años de edad, en un centro nocturno de Pachuca, Hidalgo. Él tenía 18 ó 19 años edad.
Se llevó a Justa a vivir con él. “Ella me platicó que su fracaso había sido por las malas mancuernas, por las malas compañías que la habían ido a vender a ese centro nocturno que ya no existe”.

—Como en aquellos tiempos de la esclavitud.

—Ándele.

Trinidad tuvo dos hijas con Justa: Ángela y Juana. En ese tiempo tenía un ganado de borregas de lana. Pero su vida en pareja empezó a hacer crisis, porque a ella no le gustaban las ausencias de él. En ese entonces, Trinidad también trabajaba como cobrador de camiones.

“Uuuuta, cuando uno era camionero en aquellas épocas, a uno se le pegan las mujeres como moscas, sí, y uno joven… Yo fui divertido, me divertí mucho en mis épocas. Ahora, ya pa’qué le digo…”.

Pero a Justa, recuerda, “no le gustaba que me fuera. Hice muchísimos viajes. Estaba varios días fuera. Lo que sí, nunca le faltaba su gasto”.

—¿Ella se fastidió por eso?

—Yo pienso que se enamoró de otro cabrón y se la llevó, con perdón suyo.

Trinidad y Justa vivieron cuatro o cinco años juntos. Un día, al regresar a su casa, ella ya se había ido. Dejó a Ángela, que entonces tenía unos dos años de edad, con unos tíos. Y a Juana, que la estaba criando, con dos o tres meses, se la llevó consigo. “A mí no me tocó ni registrarla siquiera”. Ángela vivió con su papá y hoy reside en Tepiapulco, Hidalgo.

Trinidad refiere que la mamá de Justa vivía en Villa Margarita, Hidalgo, y estaba unida a un hombre casado, Refugio Samperio. “Gracias a su mamá, Justa encontró a otro hombre casado con quien se fue a vivir. Yo supe que la esposa de este señor fue la que le hizo maldad a Justa, es decir, le hizo brujería y desde ahí empezó a estar mal”.

Cuando detuvieron a Juana Barraza Samperio, se enteró de que Justa era alcohólica y que había vendido a su hija por unas cervezas. Pero le extraña esta versión. “Mientras estuvo en mi poder, no, no tomaba, no era viciosa”, asegura.

La charla es interrumpida cuando Trinidad tiene que ir por sus animales. Es un viejo correoso, quemado por el sol, a pesar de su sombrero de paja, con unos 80 años. Nació en Santa Mónica, Hidalgo. Está casado con Ventura Islas, con quien tuvo 11 hijos.

Pero en el pueblo todo el mundo sabe que está separado de su mujer, quien vive en una casa cercana y se encarga de una tienda.

Durante la entrevista, aparece de pronto María Cruz Chávez y él la presenta: “Esta es mi amante, porque mi mera esposa ya está grande”.

María, de pelo corto, ya pinta canas, trabaja en la limpieza de consultorios en Pachuca y dice que está mala de su pie derecho. Permanece a distancia, callada, sentada en una piedra, bordando una servilleta.

Trinidad Barraza conoció a su mamá, Juana Ávila, pero no a su papá, de quien sólo supo que se apellidaba Ruiz. En realidad, fue abandonado por sus padres. Vivió y fue criado con su tía Ignacia Ávila y su esposo, Manuel Barraza, de quienes lleva sus apellidos.

“Mis padres son mis tíos porque yo viví con ellos. Desde entonces yo me di cuenta que quise más a mis tíos que a mis padres”.

No tuvo estudios, fue analfabeta. “Yo sufrí mucho. Usted sabe, en aquel tiempo era tiempo de la esclavitud. Mis padres y mucha gente se dedicaban a trabajar en las haciendas grandes. No había ejido, no había nada”.

Además de cobrador de camiones, trabajó en una fábrica y después fue policía judicial en Pachuca y en la presidencia de Epasoyucan, en donde llegó a ser comandante por nueve años. Tuvo duelos a balazos y muestra las huellas de las municiones en su cuerpo. En 1985 regresó al campo.

Trinidad se dedicaba a cuidar a sus animales, cuando supo que era el padre de Juana Barraza Samperio, a quien habían detenido por asesinar a una anciana. Después se enteró de que le adjudicaron más muertes de viejitas.

Cuando se le pregunta por el impacto de esa noticia, la que contesta es María Cruz Chávez: “Se puso bien malo por eso. Había tomado por eso. Yo creo que sí se espantó”.

Trinidad Barraza dice que al poco tiempo de haber sido detenida su hija, arribó un helicóptero en los terrenos donde pastan sus animales. De ahí descendieron reporteros de televisión. Ya no se acuerda si eran de Televisa o TV Azteca. Lo entrevistaron.

Uno de ellos, incluso, le aseguró que la misma Juana Barraza le había mandando una foto y una carta. Le propusieron llevarlo y traerlo en helicóptero para que fuera a saludar a su hija al Distrito Federal. No fue, porque no podía dejar abandonados a sus animales.

Horas después, en su casa, don Trinidad muestra la fotografía de su hija que le llevaron los reporteros de televisión. Ciertamente no es una foto conocida, pero es ella.

Pregunta: “¿Cómo la ve? ¿Cómo ve ese parecido a mí? ¿Verdad que no se parece? Si acaso en las cejas. En las cejas sí. También un poco en la boca, en los cachetes”.

—¿Juana se parece a doña Justa Samperio?

—No. Justa era más güerona. Como yo soy prieto, salieron prietitos todos los demás.

—Los sicólogos de la Procuraduría dijeron que Juana Barraza mataba ancianas porque le recordaban a su mamá, porque la vendió por unas cervezas y su padrastro la violó.

—Yo eso no lo tomo como una cosa legal. Desde luego que pienso que las mataba por alguna ambición. No creo que sea nada más por coraje. No, no. Eso era ambición.

Hasta ese momento, no había ido a ver a su hija al reclusorio de Santa Martha Acatitla, en el Distrito Federal. Y es que, señala don Trinidad, no le nace ir a verla.

“Es mi sangre, ¿no?, pero también tengo mucho coraje porque si vivió aquí cerquita de Pachuca, si venía a visitar a su familia, en el mismo pueblo, sabía bien quién era su padre, ¿por qué nunca me visitó? Por ella, sentir como cariño, sí; como de que de veras se sienta en el alma, no”.

—¿Cuál ha sido el sufrimiento más grande que usted ha tenido? —De la vida, lo que me lastima más es el cariño de mis padres que no tuve.